jueves, 4 de julio de 2013

Ante la gloria de Dios

Siempre tuve un vivo deseo de conocer más la persona de Dios. Durante años mi sed se fue incrementando, tanto más en esos períodos de desierto donde me sentía sólo e impotente de responder a tanta necesidad de las personas. Pasaba largas horas clamando por la manifestación de su presencia, por ver su gloria, por sentirlo de una manera real y concreta en mi vida. Leía la vida de gigantes de la fe y ese ardor aumentaba aún más.

Un invierno, luego de un ayuno prolongado, mientras estaba derramándome en oración en mi habitación sentí como si un rayo me derribara y como un fuego que encendió todo mi ser. Quedé tendido en el piso sintiendo que me quemaba por dentro, y permanecí en ese estado varias horas. Comprendí que era un bautismo de fuego por el que había clamado por tanto tiempo. Salí de la habitación tambaleándome y por varios días sentí intensos dolores en todos mis músculos. Recuerdo estar cumpliendo con mi función de responsable de Ceremonial de la Municipalidad y no poder sostenerme en pie. Fue una experiencia tan fuerte que hasta me asusté. Lo tremendo fue que esta situación se repitió por varias semanas en cada culto de la iglesia. Mientras yo intentaba balbucear algunas palabras sostenido del púlpito la gloria de Dios descendía sobre el lugar y los hermanos experimentaban sanidades, visiones, liberaciones, y un gozo tan precioso que algunos debían ser acompañados a sus hogares.Esta impartición espiritual cambió radicalmente mi manera de relacionarme con Dios y mi manera de servirle. Fue un terremoto espiritual que nos transformó completamente.

Ningún ser humano queda igual ante la manifestación de la gloria de Dios. Todo nuestro frágil ser reacciona ante su presencia. Dijo Juan: “Cuando le vi caí como muerto a sus pies. Y el puso su diestra sobre mí” (Apocalipsis 1:17)

Tres cosas se producen cuando palpamos la gloria de Dios:

Un temor santo y reverente: La revelación de la santidad de Dios nos impulsa a humillarnos con temor delante de El. Su gloria nos da conciencia del abismo entre su carácter y el nuestro.
Dijo Isaías “Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). Y Moisés expresó “Estoy espantado y temblado”. El pueblo de Dios tembló ante el sólo reflejo de la gloria de Dios sobre el rostro de Moisés, y sólo le había contemplado la espalda. Cuando Moisés dedicó el tabernáculo, la nube de gloria descendió y lo llenó todo, y ninguno, ni siquiera el mismo Moisés podía entrar allí. Lo mismo sucedió en la dedicación del templo de Salomón.
Un deseo profundo de santificarnos: La santificación es necesaria para que se manifieste la gloria en nuestras vidas, y debe ser la consecuencia natural luego de un encuentro glorioso. Fue requisito para el pueblo de Israel en Exodo 19. Antes de la manifestación visible de la gloria sobre el monte Sinaí debían santificarse, prepararse para estar en la presencia del Dios santo.
No podemos presentarnos delante de El con nuestras vidas desordenadas. Esta fue la tragedia de los sacerdotes Nadab y Abiú, quienes no supieron discernir lo santo de lo profano. Luego de estar bajo la gloria de Dios, en una relación de amor, nuestro deseo es agradarle en todo. No queremos perder esa dulce comunión con el Espíritu Santo, pues Él nos comunica la gloria que está en Cristo. No queremos contristarlo, no queremos ofenderlo. Cuando estamos bajo la nube de gloria estamos protegidos, somos guiados en la voluntad de Dios y refrescados bajo su sombra. ¡No hay mejor lugar! Con sumo placer cuidaremos  nuestras vestiduras para seguir gozando de su comunión.
Adoración y gozo: La gloria de Dios nos impulsa a adorarlo. No se revela a nuestras vidas sólo para producir algún efecto emocional, calmar nuestros nervios o algo parecido. Desea ser reconocido y adorado. No hay relojes, no hay urgencias. El Espíritu Santo nos impulsa una y otra vez a postrarnos y adorarlo. Es maravilloso. Su gozo nos inunda. Dios es gozo. Su presencia trae gozo. En esa dimensión hay sanidad para el alma y el cuerpo, y el gozo nos hace más hermoso que cualquier maquillaje o tratamiento de este mundo. La gloria del Señor nos da belleza.  Sofonías 3:17  nos presenta un hermoso cuadro de Dios reunido con su pueblo: “Jehová está en medio de ti, poderoso, El salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos”.
Es lo que debemos  buscar vivir como iglesia. Dios se goza con nosotros ¡Hagamos fiesta delante de su gloria!


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