jueves, 4 de julio de 2013

Engendrados en Dios

Sucedió una noche de verano del año 1974 en una ciudad de la provincia de Buenos Aires. Una mujer se acercó para auxiliar a un hombre que tropezó y cayó pesadamente en el cordón de la vereda. No fue la única, otra persona también se aproximó al caído, que por efectos de la droga permanecía en el suelo, y tiernamente comenzó a hablarle con palabras tan especiales que la mujer quedó atrapada.
El hombre hablaba del amor, de la libertad y de alguien llamado Jesucristo. Era todo lo que ella necesitaba, y puso toda su atención en cada expresión de aquel siervo de Dios de paso por la ciudad. Sin dudas, alguien acostumbrado a sembrar semillas de fe por donde sus pies lo llevara, en esta oportunidad, Dios lo puso en el camino de esa mujer que, por primera vez en mucho tiempo, no pudo dormir, a pesar de haber tomado sus infaltables pastillas. Esta vez no fue el efecto de sus nervios, sino debido a esas palabras de vida y del amor de Dios que volvían una y otra vez a su atormentada mente, llenándola de fe.
Nunca supe que ocurrió con el hombre caído en esa vereda, pero puedo asegurar que ese simple incidente cambió la historia de mi familia y la mía.
Aquella mujer era mi madre, que no se olvidó del rostro del pastor de ojos celestes profundos y sus palabras de esperanza. Un día, luego de varias semanas, el siervo volvió. Esta vez nos visitó en nuestro hogar y toda la familia volvió a escuchar la palabra de Dios. Esas semillas encontraron tierra fértil y en poco tiempo dieron como fruto nuevas semillas que comenzaron a esparcirse por todo el barrio y la ciudad.
¿Quién puede detener la potencia de vida de las semillas de la palabra de Dios? ¿A qué se puede comparar? “Un día Dios te llamará para que seas pastor”, me profetizó ese mismo pastor apenas entrado en mi adolescencia.  No entendí demasiado esa declaración, pero tuve un corazón con la fe suficiente para creerlo. Pasaron veinticinco años, y esa profecía se cumplió en mi vida. Nuevamente esa semilla de verdad dio un fruto maravilloso.
Siempre relato la historia de la conversión de mi madre, para explicar el poder de una semilla puesta en la mano de Dios. Aquella noche, en un lugar poco convencional, por una circunstancia no planeada, bastó con que un hombre en las manos de Dios sembrara una semilla en una buena tierra y que, con los años, de ese primer grano, miles de semillas de vida, con el poder del evangelio de Cristo se sembraran en todo tipo de tierra.
Aunque mi fe pasó por momentos de crisis, teniendo en cuenta que con mi familia estábamos sin comunión ni iglesia definida, sentí el llamado al ministerio desde el primer momento y, aún sin luz, abracé con pasión mi vocación ingresando a un seminario católico para ser sacerdote. Todavía recuerdo verme con otros muchachos aspirantes de una orden religiosa, comenzando cada día a la madrugada en oración, vestido con sotana, absolutamente feliz de “entregar mi vida por Cristo”, pese a la oposición de mis padres.
Luego Dios corrigió mi rumbo, llegó el tiempo de la carrera universitaria en Buenos Aires, y más adelante el inicio de una carrera periodística promisoria. Pero en mi corazón ardía el llamado de Dios para servirle como un simple sembrador. Era tan fuerte en mi vida que no pasaba un día sin sembrar la bendita palabra de Dios. “Cada día una semilla”, era mi lema. El aula, una plaza, el colectivo, una esquina, caminando por cualquier lugar de la ciudad fueron mis improvisadas plataformas, en aquellos años de juventud.
Luego de casarme Dios me envió nuevamente a la ciudad que me vio nacer en la fe, y la siembra continuó en cada barrio, en pueblos vecinos, frente a una máquina de escribir en los diarios, delante de un micrófono de radio o frente a las cámaras de televisión.  En simples casas y en grandes salas con multitudes. 
Había aprendido una lección de aquél siervo: Una semilla que cae en buena tierra es capaz de producir miles de espigas. Así hace Dios con nosotros. Su Palabra tiene el poder de una semilla que incorruptible y poderosa.
Cuando una persona acepta una determinada identidad, vivirá de acuerdo a ella. Los cristianos sufrimos un problema de identidad. No comprendemos lo que significa haber aceptado a Cristo en nuestro corazón, y desconocemos el poder que actúa en nosotros.
Seguimos pensando que somos personas comunes, intrascendentes, llenos de limitaciones, impotentes de alcanzar cosas destacadas a los ojos de los hombres, acostumbrados a resignarnos a perder nuestros deseos y sueños más profundos, y acostumbrados a seguir arrastrando nuestras penas y dolores por la vida.
 Vivimos de acuerdo a lo que creemos que somos. Lo que creas que eres, condicionará tu vida. Esa impresión de lo que eres y lo que vales parte de lo que te hacen sentir los que están a tu alrededor. Si te hacen sentir que no vales nada, seguramente, nunca en la vida serás nada importante. Los espías cobardes que fueron a reconocer la tierra prometida por Dios a los israelitas regresaron diciendo: “Allí vimos gigantes, y nosotros éramos como langostas”. Pero Josué y Caleb declararon: “Nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová”. ¡Qué distinta visión!
 No podemos basarnos en lo que sentimos, ni siquiera en lo que nos puedan decir los demás. Lo importante es lo que dice Dios. Porque lo que dice Dios es la verdad. Él no nos engaña.

“Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”. (Efesios 2:10)

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