Sucedió
una noche de verano del año 1974 en una ciudad de la provincia de Buenos Aires.
Una mujer se acercó para auxiliar a un hombre que tropezó y cayó pesadamente en
el cordón de la vereda. No
fue la única, otra persona también se aproximó al caído, que por efectos de la
droga permanecía en el suelo, y tiernamente comenzó a hablarle con palabras tan
especiales que la mujer quedó atrapada.
El
hombre hablaba del amor, de la libertad y de alguien llamado Jesucristo. Era
todo lo que ella necesitaba, y puso toda su atención en cada expresión de aquel
siervo de Dios de paso por la
ciudad. Sin dudas, alguien acostumbrado a sembrar semillas de
fe por donde sus pies lo llevara, en esta oportunidad, Dios lo puso en el
camino de esa mujer que, por primera vez en mucho tiempo, no pudo dormir, a
pesar de haber tomado sus infaltables pastillas. Esta vez no fue el efecto de
sus nervios, sino debido a esas palabras de vida y del amor de Dios que volvían
una y otra vez a su atormentada mente, llenándola de fe.
Nunca
supe que ocurrió con el hombre caído en esa vereda, pero puedo asegurar que ese
simple incidente cambió la historia de mi familia y la mía.
Aquella
mujer era mi madre, que no se olvidó del rostro del pastor de ojos celestes
profundos y sus palabras de esperanza. Un día, luego de varias semanas, el
siervo volvió. Esta vez nos visitó en nuestro hogar y toda la familia volvió a
escuchar la palabra de Dios. Esas semillas encontraron tierra fértil y en poco
tiempo dieron como fruto nuevas semillas que comenzaron a esparcirse por todo
el barrio y la ciudad.
¿Quién
puede detener la potencia de vida de las semillas de la palabra de Dios? ¿A qué
se puede comparar? “Un día Dios te llamará para que seas pastor”, me profetizó
ese mismo pastor apenas entrado en mi adolescencia. No entendí demasiado esa declaración, pero
tuve un corazón con la fe suficiente para creerlo. Pasaron veinticinco años, y
esa profecía se cumplió en mi vida. Nuevamente esa semilla de verdad dio un
fruto maravilloso.
Siempre relato la historia de la conversión de mi
madre, para explicar el poder de una semilla puesta en la mano de Dios. Aquella
noche, en un lugar poco convencional, por una circunstancia no planeada, bastó
con que un hombre en las manos de Dios sembrara una semilla en una buena tierra
y que, con los años, de ese primer grano, miles de semillas de vida, con el
poder del evangelio de Cristo se sembraran en todo tipo de tierra.
Aunque mi fe pasó por momentos de crisis, teniendo en
cuenta que con mi familia estábamos sin comunión ni iglesia definida, sentí el
llamado al ministerio desde el primer momento y, aún sin luz, abracé con pasión
mi vocación ingresando a un seminario católico para ser sacerdote. Todavía
recuerdo verme con otros muchachos aspirantes de una orden religiosa,
comenzando cada día a la madrugada en oración, vestido con sotana,
absolutamente feliz de “entregar mi vida por Cristo”, pese a la oposición de
mis padres.
Luego Dios corrigió mi rumbo, llegó el tiempo de la
carrera universitaria en Buenos Aires, y más adelante el inicio de una carrera
periodística promisoria. Pero en mi corazón ardía el llamado de Dios para
servirle como un simple sembrador. Era tan fuerte en mi vida que no pasaba un
día sin sembrar la bendita palabra de Dios. “Cada día una semilla”, era mi
lema. El aula, una plaza, el colectivo, una esquina, caminando por cualquier
lugar de la ciudad fueron mis improvisadas plataformas, en aquellos años de
juventud.
Luego de casarme Dios me envió nuevamente a la ciudad
que me vio nacer en la fe, y la siembra continuó en cada barrio, en pueblos
vecinos, frente a una máquina de escribir en los diarios, delante de un
micrófono de radio o frente a las cámaras de televisión. En simples casas y en grandes salas con
multitudes.
Había aprendido una lección de aquél siervo: Una
semilla que cae en buena tierra es capaz de producir miles de espigas. Así hace
Dios con nosotros. Su Palabra tiene el poder de una semilla que incorruptible y
poderosa.
Cuando una persona acepta una determinada identidad,
vivirá de acuerdo a ella. Los cristianos sufrimos un problema de identidad. No
comprendemos lo que significa haber aceptado a Cristo en nuestro corazón, y
desconocemos el poder que actúa en nosotros.
Seguimos pensando que somos personas comunes,
intrascendentes, llenos de limitaciones, impotentes de alcanzar cosas
destacadas a los ojos de los hombres, acostumbrados a resignarnos a perder
nuestros deseos y sueños más profundos, y acostumbrados a seguir arrastrando
nuestras penas y dolores por la vida.
Vivimos de
acuerdo a lo que creemos que somos. Lo que creas que eres, condicionará tu
vida. Esa impresión de lo que eres y lo que vales parte de lo que te hacen
sentir los que están a tu alrededor. Si te hacen sentir que no vales nada,
seguramente, nunca en la vida serás nada importante. Los espías cobardes que
fueron a reconocer la tierra prometida por Dios a los israelitas regresaron
diciendo: “Allí vimos gigantes, y nosotros éramos como langostas”. Pero
Josué y Caleb declararon: “Nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha
apartado de ellos, y con nosotros está Jehová”. ¡Qué distinta visión!
No podemos basarnos en lo
que sentimos, ni siquiera en lo que nos puedan decir los demás. Lo importante
es lo que dice Dios. Porque lo que dice Dios es la verdad. Él no nos engaña.
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