Dios quiere manifestarse entre nosotros como no lo
ha hecho nunca hasta ahora. El se ha propuesto revelarse de una forma nueva,
más poderosa y más gloriosa que lo que ha sido a lo largo de la historia de su
relación con los hombres. Preparémonos porque cosas “que ojo no vio ni oído oyó”
son las que ha preparado para estos días. Y lo hará, no porque seamos sus
mejores hijos, o porque nos ame más que a otros, sino porque es necesario que
la Iglesia de estos días brille más que nunca y manifieste Su poder para
preparar el camino para la venida del Señor Jesús.
Aunque miramos con cierta envidia a aquellos
primeros cristianos, tenemos que saber que la gloria postrera será mayor, por
lo que nosotros seremos testigos de manifestaciones que nunca se han
registrado. Todavía sigue vigente la promesa de Jesús: “Ustedes harán mayores
cosas de las que yo he hecho”.
De manera que estamos esperando un avivamiento sin
precedentes en su extensión, su duración, y sus resultados. Toda la tierra será
llena del conocimiento de su gloria y como dijo Isaías 40:5: “Se manifestará la gloria de Jehová, y toda
carne juntamente la verá”.
Dios lo hará porque lo ha determinado, pero debemos
recordar que toda manifestación de Dios y todo avivamiento en la historia de la
iglesia fueron precedidos por un pueblo que se santificó, que se humilló, que
se arrepintió de sus pecados y que lo buscó con pasión.
Así como no hay salvación sin cruz, la santificación
siempre nos llevará a la manifestación de Dios, porque Dios habita en medio de
la santidad de su pueblo.
Josué escuchó
claramente la voz de Dios y así la transmitió a Israel: “Santificaos porque Jehová hará mañana maravillas entre vosotros”
(Josué 3:5) Sin santidad no habría victoria frente a los pueblos que
habitaban Canaán, ni habría tierra por posesión. De esta manera, cuando todo
Israel guardó con temor y temblor los mandamientos de Dios, vio caer a los
muros de Jericó y muchos reyes temblaron hasta desmayar delante de ellos. Pero
también todo Israel fue humillado cuando dejaron que la avaricia y la mentira
se apoderaran de algunos de ellos.
La nube de Dios llenó el tabernáculo de Moisés luego
de que Aarón y los sacerdotes se santificaran y ofrecieran sacrificios.
David pagó las consecuencias de intentar llevar el
arca de Jehová de una manera equivocada a Jerusalén, pero luego de aprender la
lección, las condiciones nos quedaron escritas para nosotros en 1° Crónicas
15:11: “Vosotros que sois los principales
padres de las familias de los levitas, santificaos, vosotros y vuestros
hermanos, y pasad el arca de Jehová Dios de Israel al lugar que le he
preparado”.
Nos dice el libro de Hebreos que, sin santidad,
nadie verá a Dios. Y si la iglesia no ve a Dios, pierde la brújula. De la misma
manera como Israel no hubiera podido sobrevivir en el desierto sin la nube de
gloria de Dios, tampoco nosotros tendríamos ninguna oportunidad de existencia
si camináramos a ciegas, sin ver a Dios.
Abraham se sostuvo en su recorrido hacia la tierra
de su heredad “como viendo al Invisible”
(Hebreos 11:27). Si no lo hubiera podido ver habría quedado a mitad de
camino.
Nosotros también necesitamos ver al Invisible para
sostenernos hacia las promesas de Dios. Ver a Dios es la garantía para no
transformarnos en una pieza de museo ni en una iglesia como aquella de
Laodicea, a la cual el ángel definió como “desventurada,
miserable, pobre, ciega y desnuda” (Apocalipsis 3:17) Ese ángel también le
aconsejó que comprara oro refinado en fuego, para que sea rica, y vestiduras
blancas, y que ungiera sus ojos con colirio para que “veas”.
Juan el Bautista fue el hombre elegido por Dios para
llamar a Israel al arrepentimiento y la santificación antes de que Jesucristo
se manifestara entre los hombres.
Nos cuenta
Lucas 3:3 que proclamaba: “Preparad el
camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle se rellenará, y
se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados, y
los caminos ásperos allanados; y verá toda carne la salvación de Dios”.
Juan el
Bautista, un profeta poderoso, a quien se lo compara con Elías, era un hombre al
que el propio rey Herodes admitía que era justo y santo. Valiente como pocos,
no temía decir la verdad y hablaba con la autoridad del que no tiene nada que
ocultar. Juan tenía un ardiente celo por Dios y llamaba a los hombres al
arrepentimiento. Y cuando llegó el tiempo, Jesucristo se
presentó en escena.
Dios está
activando el espíritu de Juan el Bautista sobre nosotros, su pueblo. Un
espíritu profético con la autoridad para reprender la inmoralidad, para
denunciar el pecado y para llamar a los hombres al arrepentimiento. Esto es
preparar el camino en estos días: como en los días de Noé, avisar a los hombres
que el día del juicio se acerca, que Cristo viene pronto y que deben
arrepentirse. Y entonces su gloria se manifestará sobre toda carne.
Pero para
eso, para ver la gloria de Dios manifestada en medio de nosotros, debemos
comenzar por santificarnos y arrepentirnos de nuestros pecados.
¡Vamos
derrotar al diablo en la tentación del desierto, vamos a santificarnos por la
palabra, vamos a permitirle al Espíritu que nos purifique y nos unja con aceite
santo para ser instrumentos poderosos que preparen el camino para la venida del
Señor!
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