Fuimos creados para adorar a Dios. Nuestra
verdadera vocación es habitar en su presencia, en una relación de amor filial,
y glorificar su persona por todas sus maravillas. A medida que le alabamos y le
adoramos le vamos conociendo en toda su dimensión; por eso, conocer a Dios debe
transformarse en nuestro mayor anhelo. “Y
esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero”,
dijo Jesús. Lo mejor que existe en la
vida, lo que ofrece un verdadero gozo y un deleite incomparable, es vivir
descubriendo y adorando la persona de Dios.
Tan natural como el río que busca el
mar, como los pájaros enjaulados que buscan su libertad, como un niño que busca
a sus padres, como la amada de Cantar de los Cantares que buscaba a su amado,
así también los hombres buscan a Dios de muchas maneras porque, aunque no sepan
expresarlo, sienten que sin él nada los satisface. Existe en el corazón de cada
hombre una nostalgia, un vago recuerdo, y una inquietante búsqueda que sólo es
satisfecha cuando la criatura se reencuentra con su Creador y restaura su vínculo
con él.
La búsqueda de Dios ha llevado a los
hombres a recorrer todo tipo de camino, la mayoría de ellos con frustrantes
resultados, e inventando las más diversas religiones, mientras que el mismo
Dios se hizo hombre mostrando el verdadero camino para alcanzar su deseo más
profundo. En su amor, Dios siempre sació el hambre de aquellos que lo buscaron
sincera y humildemente: “Te ruego que me
muestres tu gloria”, dijo Moisés, y
Su gloria quedó reflejado en su rostro. “Quién me diera el saber dónde hallar a Dios. Yo iría hasta
su silla”, rogó Job, y Dios se le
reveló como nunca lo había hecho. “Con mi alma te he deseado en la noche, y en
tanto me dure el espíritu dentro de mí, madrugaré a buscarte”, clamó Isaías, y vio al Señor sentado en
su trono de gloria. “Mi alma tiene sed del Dios vivo”, “Anhela mi alma y aún ardientemente desea los
atrios de Jehová”, deseó David, y fue saciado con ríos de aguas de vida.
Nosotros mismos caminamos por años alejados de Dios y con vacío por
dentro que nada ni nadie podía llenar. Había preguntas que nadie podía
responder, había miedos, y esa profunda soledad que nos asaltaba sin motivo,
hasta que descubrimos su persona y nuestra alma encontró paz y reposo.
“Prueben, y vean que el Señor es bueno”, declara el Salmo 34. El mismo Dios
se está ofreciendo para ser conocido, porque su mayor deseo es darse a conocer
por sus hijos. Y nos seduce declarando: “Los que miran al Señor quedan radiantes de alegría y jamás se verán defraudados”.
Algunos pueden caer en el
error de pensar que, por escuchar o leer acerca de Dios le conocen. Podemos leer muchos libros de teología y apologética,
podemos aprender a manejar las Escrituras, y hablar bien sobre temas cristianos
y sin embargo, no conocer a Dios en absoluto. Hasta se puede ser
muy religiosos, escuchar muchos sermones, saber cómo desenvolvernos como
creyentes: leer la Biblia, orar, ganar a otros para Cristo, ofrendar y como
cumplir con todos los requisitos que el joven rico que se encontró con Jesús hacía,
pero no conocer a Dios. Incluso podemos alcanzar una tarea de responsabilidad
en la iglesia, y conocer muy poco a Dios porque, conocer a Dios significa mucho
más que eso.
¡El conocer a Dios es una relación
personal con él! No es el conocimiento intelectual de los eruditos bíblicos,
sino de ir conociéndolo a medida que él se abre a nosotros.
Conocer a Dios también es un
compromiso personal. De la misma manera que para llegar a conocer a una persona
hay que aceptar plenamente su compañía, compartir sus intereses e identificarse
con sus asuntos. No podemos saber cómo es una persona hasta que hayamos
“gustado” o probado su amistad. El
conocer a Dios es una relación que
involucra tanto lo intelectual, como lo emocional y la voluntad. Es
necesario estar involucrado emocionalmente en las victorias Dios en el mundo,
es necesario que nos regocijemos cuando Dios es honrado y nos duela cuando ve
que la persona de Dios es avergonzada. Finalmente,
conocer a Dios es cuestión de gracia. La iniciativa parte invariablemente de
Dios. No es que nosotros nos hagamos amigos de Dios, sino que es Dios que se
hace amigo de nosotros ¡Aleluya!
“Conocer” indica que Dios tomó la
iniciativa de amar, elegir, redimir, llamar y cuidar. Significa que nos buscó
primero y nos ha elegido para que vivamos para siempre con él.
Su amor manifestado en Cristo nos
sacó de la muerte, su amor nos rescató de la condena eterna, su amor nos
devolvió la dignidad, su amor nos devolvió la esperanza, su amor terminó por
conquistarnos. Supo sacar lo mejor de nosotros cuando no había agradable en
nuestra vida. El vio en nosotros lo que nadie veía. El volvió a dar vida lo que
estaba muerto, y restauró lo que estaba derribado: Una capacidad desconocida en
nosotros para amar, para perdonar, para unir, para construir, para edificar y
para reflejar su gloria.
Dios le dijo a Moisés: “Has hallado gracia en mis ojos, y te he
conocido por tu nombre” (Ex. 33:17) Lo que interesa, por sobre todo, no es
que nosotros conozcamos a Dios, sino el hecho de que Él nos conoce a nosotros.
Estamos esculpidos en las palmas de sus manos, estamos siempre presentes en su
mente y lo conocemos porque él nos conoció primero. Nos entiende como uno que
nos ama y está interesado en nosotros, y no hay momento en que su mirada no
esté fija en nuestra realidad. Entonces, una vez que comprendemos que el propósito principal para el
cual estamos en este mundo es el de conocer a Dios, la mayoría de los problemas
de la vida encuentran solución por sí solos.
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