Dios me regaló el don de ser padre ¡Que gloria! Uno a
uno fueron llegando mis cinco hijos: cuatro varones y una princesa. Y con cada
uno de ellos experimenté el mismo gozo de sentirme el hombre más afortunado del
mundo, y al mismo tiempo, el peso del desafío de lo que vendría por delante:
Trabajar para que cada hijo alcance el propósito de Dios en su vida, y lo que
Dios soñó, se transforme en una realidad. Nada me complace más que ser un
colaborador de los proyectos de Dios, y saber que mi propia familia es parte de
su sueño de tener una gran descendencia con hijos que se parezcan al primogénito,
a Jesús.
Al observar a cada uno de mis hijos puedo ver los
rasgos distintivos que los hacen únicos Son tan distintos, y a la vez tan
parecidos, aunque les cuesta admitirlos. No hay dudas, tienen el adn de sus
padres.
Somos una familia, como tantas otras, un eslabón entre
las generaciones que han pasado y que vendrán. Lo que no cambia es el patrón
que Dios estableció desde el inicio de la creación: primero somos hijos, luego
padres, luego abuelos. Seguimos el molde que se nos asignara desde la creación
del hombre. En ese sentido, somos hijos de Adán y de Eva, aquella primera
familia creada por Dios a imagen de la del cielo.
No hay artista que pueda describir en toda su dimensión
la gloria de aquella primera familia, la eterna, la que existió desde el
principio de los tiempos. Esa familia integrada por el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, quienes convivían en una perfecta y armoniosa unidad. Había entre ellos un ambiente perfecto, y un
trato de respeto y de comunión, en el que cada uno se sentía amado y pleno. Se
servían mutuamente, se honraban y se amaban de una manera santa y perfecta.
En algún momento de la eternidad, en el corazón amoroso
del Padre se despertó una inquietud que se transformó en un sueño: - ¡Cuánto
deseo tener muchos hijos semejantes a mi Hijo con quienes compartir mi amor!,
exclamó. Y como cada uno de sus sueños y deseos son puros, perfectos y
posibles, toda la familia se puso a trabajar para llevar adelante la soberana
voluntad del Padre. Y cuando todo estuvo preparado, cuando no faltaba nada,
declaró lleno de gozo: - ¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza! Y los
bendijo y les mandó que tuvieran muchos hijos hasta que llenaran el mundo, y lo
gobernaran. Y entonces “vio Dios que todo
lo que había hecho era bueno, y he aquí que era bueno en gran manera”, nos
cuenta el Génesis. Imagínate la fiesta que habrá habido en el cielo cuando el
hombre y la mujer fueron una realidad.
Primero Dios los había creado en sus pensamientos, pero ahora eran una
realidad de carne y hueso.
Dios no había creado un individuo, había creado una
familia con las mismas características morales y espirituales que la familia
del cielo. Esos eran días donde Dios se regocijaba con su creación y su
felicidad era plena. Todas las tardes venía a tener comunión con Adán y Eva, a
caminar por el Edén compartiendo la belleza de la vida, hablando con sus hijos
con el mismo placer y disfrute que me produce cuando me tomo el tiempo para
compartir con mis hijos. Ellos tenían
todo lo necesario para vivir una vida abundante y plena bajo el cuidado y la
protección del Creador.
Sólo era cuestión de tiempo para que el sueño de Dios
se cumpliera: ¡Por fin tendría una gran descendencia de hijos con quienes
compartir su amor y su gloria! Hijos semejantes a Cristo, hijos que formaran
familias semejantes a la celestial y, aunque fueran millones, siguieran siendo
una familia. Estos hijos tendrían los rasgos de su Padre, su santidad, su
autoridad, su rectitud, su pureza moral, su perfecto amor, sus capacidades
sobrenaturales, y reflejando su misma gloria.
Todos sabemos la tragedia que sobrevino: El gozo y el
orgullo del Padre por sus hijos se transformó en frustración y un profundo
dolor ¿Te imaginas ser traicionado por tus propios hijos? La tragedia de la
desobediencia y la semilla de la rebelión plantada en el hombre tuvieron
consecuencias en todo lo creado. Hubo una catástrofe de dimensiones cósmicas.
Todo cayó en maldición porque Adán y Eva, como reyes de la creación,
resolvieron romper relaciones de su Creador y Padre.
Aquella primera familia perdió sus atributos de
realeza, de autoridad y de gobierno y
descendieron a un estado de
vergüenza, desamparo y maldición. Y lo más lamentable fue que perdieron la
comunión cara a cara con su Dios. No sólo fueron expulsados del Edén, su hogar,
sino que también se distanciaron del mismo Padre para transformarse en
criaturas errantes, huérfanas y extranjeras por la tierra. Dios sintió
que su sueño se hacía trizas. Estaba traspasado por el dolor al comprobar, no
sólo el desprecio y la ingratitud de sus hijos, el abismo que se creó entre su persona y sus amados
hijos.
Los hombres se multiplicaron y poblaron la tierra, así
como se multiplicaron sus dolores y maldades, pero Dios siempre buscó aquellos
con corazones sensibles, para darse a conocer y expresar todo su amor. Así lo
hizo con Enoc, un hombre que le trajo la nostalgia de aquellos días perfectos.
Lo amó, caminó con él como lo hacía con sus hijos, y terminó llevándolo a su
gloria.
Así como cuando soñó con la primera familia, Dios
volvió a insistir, y su plan restaurador se inició escogiendo a un hombre
llamado Abram, un varón a quien amó y le reveló sus sueños atesorados en su
corazón: La creación de una nación especial que le reconozca como su Dios, para
que sea cabeza de todos los pueblos, un reino de ministros, una familia de
muchos hijos semejantes a Jesús. Dios le prometió un hijo, y tierra, y a través
de él, una nación tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena del
mar.
Y confirmó la promesa con una bendición paternal que se
extiende a lo largo de las generaciones y alcanza a tu familia y a la mía: “Haré de ti una nación grande, y te
bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te
bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas
las familias de la tierra” (Gén. 12:2).
¡Tú y yo estamos incluidos en el sueño de Dios! ¡La
bendición a los descendientes de Abraham es también nuestra bendición!
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